El árbol reúne en sí todos los elementos, el agua que fluye por sus venas y el fuego que encierra su materia y que puede extraerse por frotamiento. La tierra en la que sumerge y de la cual se nutre y el aire al que se dirigen y respira. Es la imagen perfecta del centro sagrado, del eje central; a partir de un punto crece al infinito.
Es una prolongación de la tierra, que crece y se eleva; el árbol es la tierra que brota. De los puntos de sus ramas nacen hojas, flores y frutos como plantas en el suelo. La parte superficial del tronco, el líber, es el lugar donde circula la savia y la vida del árbol. Del mismo modo, en la corteza terrestre el humus descompuesto es la parte viva del suelo, aportar los nutrientes y almacena el agua; sobre este sustrato germinan las plantas y ambas pieles, la del árbol y la del suelo, están recubiertos por una copa protectora la corteza y el mantillo sin descomponer. Hacia el interior de ambos seres, el pulso vital se hace más tenue, se mineraliza.
La conexión del hombre y el árbol son legendarios, por eso en muchas ocasiones buscamos parecidos donde no los hay, pero nuestra imaginación asocia diferentes formas a otras de parecidas similitudes. Por eso los cerebros más evolucionados tienen un mayor número de ramificaciones en sus neuronas, lo que equivale a la posibilidad de establecer mayor número de conexiones, como si se tratara de las ramas de un árbol que entrelazan en nuestro cerebro para luego unirse a nuestro sistema nervioso como si de un tronco se tratase.