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jueves, 26 de febrero de 2009

1624

Excelentísimo señor:

Hace ya tres días que mi amadísimo esposo Don Diego de Silva Velázquez, caballero de la Orden de Santiago y pintor de la corte de su Majestad el Rey de España ha entregado su alma  al Señor. Por más que mi corazón no se haya recuperado de tan sensible pérdida, tengo a bien escribirle con la última de sus voluntades, cual es, que esta carta que acompaña mi misiva, fuese a usted entregada poco después de su tránsito al más allá.

Con toda mi consideración 

Isla de los Faisanes, en junio de 1.660

Mi queridísimo amigo Gian Lorenzo:

Cuando recibas esta carta, mi cuerpo, libre ya de las ambiciones de este mundo, descansará bajo una fría lápida en cualquier lugar de esta España que tanto amé.

Te escribo desde la isla de los Faisanes, próxima a Fuenterrabía, donde he acompañado a su Majestad para firmar con los franceses la que ha de llamarse Paz de los Pirineos, punto final de nuestras recientes luchas y por la que María Teresa, infanta de España, se convertirá en esposa de Luis XIV de Francia.

Estoy cansado de caminar de noche y de trabajar de día y siento que poco a poco se me va escapando la vida. Te diré que en estos últimos días, una idea, quizás presagio de mi próximo fin se ha aferrado a mi alma y por ello he decidido enviarte esta misiva, encargando a mi esposa Juana te la remita poco después de mi muerte.

Todo lo que voy a contarte, ocurrió en el año del Señor de 1.624, el mismo en que tu levantaste l Baldanquino de San Pedro de Roma, aportando a la humanidad una de las más bellas obras que al hombre sean dadas contemplar.

Sí, mi amigo, corría el mes de agosto del año 1624 cuando decidí visitar la tumba del Apóstol en Santiago de Compostela. Desde la corte me dirigí a la ciudad de Valladolid para allí recoger a Don Ándres Carreño Miranda, pintor e hijo de pintor y de aproximadamente mi misma edad. Hacía ya tiempo que me había invitado a conocer, en el Principado de las Asturias, el solar de su familia, sitio en un lugar llamado Logrezana, cercano a la villa marinera de Candás. Decidí acompañarle a su tierra, para camino de Santiago visitar antes el Salvador de Oviedo.

Y así comenzó, querido Gian Lorenzo, la fantástica historia que jamás he contado, pero de la que tu tienes referencias por un cuadro que te mostré en el año 1.629, fecha de mi visita a Roma y donde tuve la oportunidad de conocerte.

Nuestra llegada a aquellas tierras de silencio verde coincidió con una boda familiar que los Carreño celebran en su noble palacio de Sebades. Hay que señalar que esta familia era de rancio abolengo y que varios de sus antepasados habían realizado reconocidas gestas en defensa de la Corona.

Aquel día se casaba doña Toribía Antonia de Carreño Alas, heredera del solar, con Domingo Suárez Quirós, por aquella, regidor perpetuo de la villa de Candás, celebrándose la ceremonía en la cercana iglesia de Logrezana, bella obra de la época medieval, salida de las manos de aquellos canteros prodigiosos.

Allí acudimos, y en tanto el oficiante iba desgranando el Evangelio con un latín que inundaba el sacro recinto, fijé mi atención en el monaguillo que le ayudaba. Era muy joven y de porte sencillo, pero él algo se presentía que le haría destacar. Pregunté a Andrés y me contó que el mancebo respondía al nombre de Antonio González Reguera, aunque todos le conocían con el nombre de su casa materna, de ahí que le llamasen Antón de Mari Reguera y también me contó que tenía la costumbre de escribir versos en la lengua propia de aquellos lugares, algo en verdad curioso, pues aunque todos la hablaban, hasta entonces nadie la había escrito.

Pero lo que más me sorprendió de aquel día fue contemplar el óleo que el pequeño Juan Carreño Miranda, primo de Andrés, había ejecutado durante el tiempo que duró el banquete. Su técnica era ya prodigiosa para un niño de diez años, que entonces era la edad del muchacho. Como bien sabes aquel niño, trabaja hoy de pintor en la Corte, siendo en gran manera apreciada su obra.

Pero vayamos a la historia que me oprime y que es motivo de esta carta.

Creo que fue el anochecer cuando me contaron algo en verdad muy curioso y es, que desde hacía ya tiempo, delfines y calderones plagaban las cercanas costas, destrozando las redes de los pescadores. Por ello habían decidido los candasinos que su cura párroco, Don Antonio García Valdés, presentase demanda contra ellos el obispo de Oviedo. Coincidía que aquel día había regresado de la capital del Principado acompañado por tres personajes que tendrían una participación desatacada en los hechos que a continuación paso a referirte.

No quisiera que me tachase de loco, si te digo que la decisión del Obispo había sidoque se celebrase juicio en alta mar contra los susodichos delfines, invocándoles en el nombre de Dios para que abandonansen aquellas mágicas y misteriosas costas, y ésto, querido Gian Lorenzo, ¡había de ocurrir tres días después!

¿Quién podría resistir ser testigo de semejante evento? Por mi mente pasaron las más bellas leyendas de la mar que mi abuelo me había narrado en la niñez, pero ninguna era comparable con lo que el destino me estaba deparando.

Fueron dos jornadas de interminable espera hasta que al amanecer del día señalado partimos del pequeño puerto de Entrellusa en dos barcos cuyos remos eran diestramente manejados por fornidos marineros candasinos.

Nos despidió y bendijo en la orilla el muy piadoso prior de Santa María de Arbás, abadía del Reino de León a quien por entonces pertenecía aquel pequeño puerto de Entrellusa. De pie, en la primera barca, iba Don Antonio García de Valdés acompañado de los tres personajes que con él habían llegado.

El más viejo era don Juan García Arias de Viñuela, llamado a ser defensor de los delfines. A su derecha, envuelto en blanco hábito, el dominico Fray Jacinto de Tineo y a la izquierda don Martín Vázquez que habría de actuar como acusador. Varios testigos completaban la tripulación.

¡Qué inolvidable momento al adentraños en la espesa y tupida niebla que cual mágico presagio cubría la costa! Iba, quien esto te narra en la segunda barca junto con mi amigo Andrés Carreño y varios vecinos de Candás, Perlora y Piedeloro.

Más de una hora, les seguimos a prudente distancia, hasta que la niebla despejó y los remeros cesaron en su actividad. Y fue entonces cuando todo comenzó.

Fray Jacinto mandó al Notario que en virtud de las veces que llevaba del Obispo, leyese las censuras en viva voz, notificándoselas a los delfines que comenzaban a rodearnos por doquier. Una vez concluyó su cometido, se alzó la figura de don Martín Vázquez quien con un sublime Gloria in excelsis Deo inició la más maravillosa oración que escucharse pueda.

Muchos años han pasado desde entonces, pero aún mis oídos conservan la excelsa melodía de aquellas palabras que surgían de los labios del Inquisidor como inspiradas por un lejano poder al que fuesen ajenos todos los hombres.

Aún retumbaba su voz sobre la oscura mar, cuando el cielo se abrió, estallando una terrible tormenta que hizo nos postrásemos de rodillas en la barca. Los truenos parecían querer reventar la bóveda del firmamento y los relámpagos iluminaban nuestros rostros con una luz incandescente que a todos hacía temblar, excepto a don Martín, quien imperturbable seguía desgranando en latín lo más hermoso de su cántico.

Nunca sabré realmente cuánto duró aquéllo. Sólo recuerdo que completamente empapado fui recogido en la orilla y conducido a la posada donde me albergaba.

Sé que entré en la habitación y que en mí, únicamente había una pasión irrefrenable por dejar para la posteridad aquellos increíbles hechos de los que había sido testigo.

Medio enloquecido por la fiebre, mi mano apenas si podía sostener el pincel, pero poco a poco vi surgir sobre el lienzo la figura del Inquisidor, rodeado de los rostros de aquellos hijos de la mar, que reflejaban esa sublime emoción que sólo puede surgir de la fe.

En la lontananza surgía ya la alborada cuando acabé el cuadro, y con la inmensa plenitud que su visión me proporcionaba, fue cuando decidí que ningún otro lugar que no fuese el Vaticano de Roma podría ser digno de albergar una obra de tan gran espiritualidad y belleza.

¡Oh soberbia de juventud! Muchos años han tenido que transcurrir para que al final, aquí, solo en esta playa, haya comprendido la verdad. Si, al fin he entendido que mis manos únicamente fueron el instrumento que habrían de legar a la posteridad aquel momento tan sublime donde el cielo y la mar se juntaron.

Por eso amigo mío, en este momento en que presiento que las sombras de la muerte se ciernen sobre mí, te suplico que en recuerdo de nuestra vieja amistad, te sirvas enviar al pueblo de Candás, en las lejanas tierras de las Asturias de España, a que, cuadro que un día tú y yo colgamos en el templo de Pedro, siempre al Cristo de la Mar, Cristo que las gentes de allí veneran, pues tengo la certeza de que aquella noche, él fue quien guió mi mano.

Finalmente te diré, que desde entonces nunca volvieron los delfines a Candás.

Diego de Silva Velázquez

Autor: Francisco Javier Bercerra Lorenzo.