El honor del guerrero fue tanto un código de pertenencia como una ética de la responsabilidad. Allí donde se practicaba el arte de la guerra, sus protagonistas distinguían a los combatientes de los que no lo eran, los objetivos legítimos de los ilegítimos, las armas morales de las inmorales, y, en el trato a heridos y prisioneros, las costumbres bárbaras de las civilizadas; y aunque los códigos se incumplían con la misma frecuencia que se observaban, la guerra sin ellos no pasaba de ser una vulgar carnicería.
Durante todo el siglo XX, las leyes humanitarias han competido en una carrera desigual con la demoníaca capacidad inventiva de la tecnología militar y el carácter proteico y cambiante de la guerra moderna. Cuando se revisan los acuerdos de Ginebra en 1949, el artículo tercero extendió su campo de acción a las guerras civiles y otros conflictos no internacionales, el decimotercero recogía que, en ese nuevo tipo de insurrecciones, los combatientes no tendrían que vestir obligatoriamente uniformes militares. Era la guerra moderna la marca distintiva del guerrero ya no es el traje, sino el arma.
La guerra es la barbarie humana justificada con la razón, explicada a través de la violencia y llevada a cabo por medio de la tecnología, con la finalidad de evitar el contacto físico descargando la culpa en el acto colectivo de un grupo o nación.