La sal apta para el consumo humano, denominada sal común, quimícamente se trata de cloruro de sodio que habitualmente reconocemos una vez cristalizado. De forma natural, la sal se encuentra disuelta en el agua del mar, en la corteza de la tierra, en yacimientos, en orillas de lagos y ríos, etc... La gema es una sal mineral incolora, transparente y de cristales vítreos muy brillantes, que se encuentra básicamente en yacimientos con depósitos de gran espesor.
En el transcurso de la historia, la sal ha disfrutado de múltiples y variadas suertes y leyendas; desde la más alta valoración y estima -llegando a ser moneda de cambio o de pago, de donde nacela denominación de salario-, hasta ser utilizada como presente y halago muy apreciado por quien lo recibía. También ha pasado por épocas de cierta mala prensa por cuestiones médicas o de dietética, puesto que ingerida en exceso puede desencadenar una serie de trastornos gastrointestinales, cardiovasculares, circulatorios, renales, etc... Según los dietistas, la cantidad óptima de sal que un adulto debe ingerir al día no debe exceder a los 5 ó 6 gramos, aunque lo normal es que sobrepase los 20 gramos. De todas formas, la sal de mar sin refinar es rica en yodo y magnesio, elementos muy necesarios para el organismo y que pocos alimentos más pueden proporcionar.
Para aquellas personas que sufran alguna enfermedad que les impida ingerir sal, se pueden utilizar alternativas que no contengan cloruro de sodio, o por lo menos, que lo contengan en ínfima cantidad. Es el caso de la sal de apio, la sal de ajo, o incluso, algunas hierbas aromáticas. Las especias también pueden sustituir a la sal, pero no todas son beneficiosas para la salud y más en personas ya de por sí delicadas.