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martes, 17 de febrero de 2009

De los Arrudos a la Peña del Viento. Parte II.

Aparecen los lobos

Eera ya avanzada la tarde, como habíamos previsto, cuando a nuestro destino, Le Llongues, junto a una escueta cabaña de pastores. Descargamos los bultos y nuestros complacientes amigos, que aconsejaron la instalación del breve campamento en una pequeña ladera orientada al sur, decidieron regresar sin  más por lo avanzado de la hora. Los despedimos con grandes y merecidas muestras de agradecimiento.

Montamos las tiendas, tensamos los vientos, cavamos unos canalillos alrededor, dimos buena cuenta de unos bocadillos regados con varios tragos de la bota de vino, cayó la noche, salieron las estrellas y el frío y la oscuridad exigieron muy pronto la retirada a los sacos de dormir. Cambiamos unas impresiones, alguien fumó un pitillo  y pronto se hizo el silencio, un silencio mágico, como si estuviéramos inmersos en la nada. El excesivo cansancio, la tensión acumulada y las últimas emociones nos impedían, sin embargo, conciliar el sueño.

No había pasado un cuarto de hora cuando sentimos una especie de quejido que parecía provenir de la loma cercana. El sonido se repetía poco después. ¿Oyes?, nos preguntamos unos a otros, ¡parece un aullido!... ¡Era un aullido! ¡Los lobos! ¡Ya están aquí!... Encendimos linternas, había que hacer fuego enseguida. El aullido se aproximaba y se hacía más fuerte. ¿Quién se atreve a salir?...

No me importa decir que pasamos miedo durante un buen rato, hasta que sentimos voces de seres humanos, ¡tal vez una expedición de salvamente!... Fue entonces cuando estallaron las carcajadas de Leandro. Pepón y los demás que nos habían dado una tremenda broma imitando el aullido de los animales.

Salimos al exterior, encendimos una fogata y nos reconciliamos con los autores de la inquientante guasa, contentos de haber "sobrevivido". Entre tragos de vino, comentarios y canciones pasó gran parte de la primera noche.

Bosques, lagos y montañas

El abrupto rincón del concejo de Caso, segurmanente mucho menos conocido de lo que merece, nos permitiría en jornadas sucesivas recorrer parajes de enorme belleza, desde la sierra de Corteguero al parque natural de Redes, con el precioso Ubales, lago de altura, de medio kilómetro de largo, a la vista de la airosa Peña del Viento, una de las más altas de la cordillera. Y en la otra vertiente, de visitar el leonés lago Isoba.

También, la oportunidad de recorrer sus bosques de frondosas, de conocer una extensa fauna de aves rapaces, zorros y venados, de bañarnos en las frías aguas de sus ríos trucheros donde abrevan los rebaños montaraces...

El mayor reto estaba en la ascensión al piramidal Pico Torres, de 2.104 metros, con un último tramo de relativa escalada por la cara sudeste, que hicimos con esfuerzo precedidos de una gentil pastora que subía como si paseara por las calles de una ciudad.

En la cumbre, dejamos tarjeta en el buzón y contemplamos un grandioso panaroma, asomados al límite de la provincia de León, el puerto y la estación invernal de San Isidro; simas, roquedales, aldeas, lagos, riachuelos... Felechosa y Cabañaquinta al Oeste; al Oriente, el puerto de tarna y las fuentes del río Nalón y mucho más allá, los Picos de Europa adivinados hacia el horizonte.

Días montañeros en los que marchábamos al son de canciones campamentales, por brañas y cañadas, entre vacas casinas de color café, de leche escasa y espesa, en lugares inverosímiles, que pastan por los puertos en verano llenando el aire con los sones relajantes de las equilas. Sólo en una jornada nos visitó la peligrosa niebla, en la que nos perdimos durante horas dando vueltas en torno a un lugar donde nos encontrábamos una y otra vez con la misma vaca.

Quince jornadas de montaña que nos han enseñado más que todo un curso sobre naturaleza, supervivencia, tolerancia y camaradería. Experiencias vitales in desperdicio en las que se relativizan los afanes de la vida en la ciudad. Y el venturoso hallazgo de un tesoro tan cercano como desconocido, lleno de sobreranas e inagotables maravillas. Nosotros nos fuimos dos semanas después, pero los valles y los montes, los bosques, los ríos, las aldeas y sus hospitalarias gentes siguen y seguirán ahí, como una ofrenda permanente.

Autor: Esteban Greciet.